sábado, 19 de abril de 2025

Post 19 de abril CAMINO DE EMAÚS

Camino de Esperanza 

La esperanza no defrauda 

Caminaban con miedo 


Buscando de salir al camino, de vuelta a sus pueblos, a sus casas, ya todo había terminado. No había quedado nada. Iban comentando por el camino todo lo que había pasado.

Era todo demasiado bonito, para que durase; no podía terminar de otra manera, era lo que se veía venir. Mira que se lo advertimos, es que no se podía callar un poquito. Ya sé que lo que decía tenía toda la razón, pero a veces hay que tener un poco más de prudencia. 

Si se hubiera callado un poquito, pero es que ni siquiera delante de las autoridades, tuvo la prudencia debida, hasta en sus narices les espetó, lo que a todos nos tenía dicho en nuestras reuniones. Con ejemplos bien claritos, todo estaba claro. No pudimos hacer nada, nosotros se lo dijimos. Ya más no pudimos hacer... 

Qué íbamos a hacer, subirnos también a la cruz... La verdad es que me dieron ganas, pero me pudo el temor, el miedo... o la prudencia. No podíamos levantarnos todos, además, no éramos muchos los que nos atrevimos a subir al Gólgota.

Desde lejos quizás había alguien más. Porque todo el mundo estaba atento a lo que pasaba por el camino, en Jerusalén.  

Qué miedos me atenazan, me dejan con la cabeza gacha. Dónde nos atascamos, cómo nos queda la vida que está sin sentir donde pisamos. Cuando nos sentimos desfondados nos hundimos, nuestros hombros se encogen, la cabeza se agacha y no podemos mirar más que nuestras zapatillas. 

Los miedos típicos de esta época, o de la nuestra?  

Dónde nos alcanza nuestra mirada arrasada por las lágrimas. El corazón encogido y la garganta anudada. 

Miedo a lo que piensen de nosotros, 

Miedo al futuro, a perder el trabajo, mi seguridad, mi sustento y el pan de nuestras familias. 

Miedo a no dar la talla, a dar una imagen que no guste. A no gustar a los demás... 

Miedo que me rechacen, a no encontrar mi sitio. 

Miedo a no encajar. O a no dar la respuesta que se espera de mí... 

Miedos a estar solo o sola. A la soledad, al silencio, al vacío... a no sentirme acompañado. 

Miedo a la enfermedad, mía o de mi familia. 

Miedo a dar un paso en falso, miedo a equivocarnos. Miedo a fallar, o a romper las reglas, lo establecido... a seguir igual... 

Miedos y miedos que nos atan de manos y pies y que no nos dejan avanzar, siempre bajo sospecha o bajo la lupa de aquellos que no quieren que avancemos. Que cambiemos.  

El miedo no nos deja cambiar, sólo la esperanza nos ofrece futuro... Al que hay que aventurarse poniéndose en camino.  

A pesar de estar con las puertas cerradas, no dejarse encasillar, y abrir la puerta y las ventanas, que entre un poco de aire, y aunque sigue el miedo, no dejar de calzarse y ponerse a recorrer el camino, a mancharse con el polvo del camino, a desgastar la zapatilla. Salir a la intemperie, a riesgo de mojarnos, de quemarnos, de endurecernos... 

Ponerse en camino es arriesgarse y salir de nuestra comodidad. Coger la túnica para el camino y saberse desvalido, y salir con poco equipaje, porque ¿no veis los pájaros y los lirios del campo?  

Saberse en camino es saber orientarse, si es que sabemos dónde vamos, o si no lo sabemos, al menos salir de nuestra comodidad y dejar la seguridad del hogar, ponerse en camino es ponerse a trabajar.  

Dejar que el día a día nos envuelva, y la sorpresa del que camina a nuestro lado, no deje de sorprendernos ante los escollos del camino.  

Habrá que pasar valles y montañas, curvas y recodos, baches y altozanos, túneles de oscuridad y días de un sol abrasador...  

Incluso tendremos que tumbarnos a veces a recuperar el aliento a la sombra de alguna encina, o almendro. O junto al arroyo para poder refrescar nuestros pies cansados, y calmar la sed. Pero todo eso es el camino.  

Y nosotros, aquí sentados en el sofá de casa, viendo pasar la película de nuestra vida, ahora que podríamos estar en camino...  

No dejemos pasar la oportunidad de compartir el camino con aquellos peregrinos que nos crucemos.  

Aquellos que van más despacio que nosotros, o aquellos que nos adelantarán, pero de unos y otros hemos de aprender a caminar erguido y orgullosos de poder llevar nuestra mochila de la que sacaremos nuestra esterilla o nuestro saco para poder descansar cuando las estrellas nos cubran el ancho cielo. 

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El verdadero horror de la existencia no es el miedo a la muerte, sino el miedo a la vida. Es el miedo a despertar cada día para enfrentar las mismas luchas, las mismas decepciones, el mismo dolor. Es el miedo a que nada cambie jamás, que estés atrapado en un ciclo de sufrimiento del que no puedes escapar. Y en ese miedo, hay una desesperación, un anhelo de algo, cualquier cosa, para romper la monotonía, para darle sentido a la repetición infinita de días.  

Albert Camus, 

el otoño.

                          

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La bella canción “Solo pienso en ti” de Víctor Manuel (1978), está inspirado en un caso real: el amor de Mariluz y Antonio, dos jóvenes discapacitados que se conocieron en la sede de PROMI (Promoción de Minusválidos) del municipio cordobés de Cabra. 

Al nacer, Mariluz cayó al suelo y el golpe en la cabeza le dejó secuelas de por vida (“Cuando vio la luz/ su frente se quebró como cristal/ porque entre los dedos a su padre/ como un pez se le escurrió”).  

Antonio fue internado de niño por ser “diferente”. Pasaron los años y él, al verla, quedó prendado de ella: “Yo la vi y me gustó. Le dije: si quieres nos vamos a enamorar”.  

Cada día paseaban de la mano por el jardín del Centro que los acogía (“Juntos de la mano se les ve por el jardín/ No puede haber nadie en este mundo tan feliz”).  

Debieron sortear un infierno de prejuicios legales y eclesiales para poder compartir su vida pero, al fin, consiguieron casarse en 1982 y vivir en un piso tutelado.  

Tuvieron tres hijos sanos, pero la hipocresía y el desconocimiento hicieron dudar de que fueran capaces de criarlos y fueron entregados en adopción a un familiar de Antonio. Aquella separación les produjo un dolor inconmensurable.  

Cuarenta años después, el deterioro cognitivo les obliga a vivir separados, pero cada día, sin excepción, se encuentran y siguen paseando juntos de la mano por el jardín. No puede haber nadie en este mundo tan feliz. 

“Solo pienso en ti” se convirtió en un himno a una tolerancia de la que nunca debemos desprendernos, porque el amor siempre irá un paso por delante de nuestro entendimiento. 

A partir de hoy te parecerá aún más hermosa esta canción. 

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Un día mi madre me preguntó ¿cuál era la parte más importante del cuerpo?  

A través de los años trataría de buscar la respuesta correcta.  

Cuando era más joven, pensé que el sonido era muy importante para nosotros, por eso dije, - "Mis oídos, Mamá". Ella dijo: "No, muchas personas son sordas y se arreglan perfectamente." Pero sigue pensando, te preguntaré de nuevo."  

Varios años pasaron antes de que ella lo hiciera.  

 

Desde aquella primera vez, yo había creído encontrar la respuesta correcta. Y es así que le dije: - "Mamá, la vista es muy importante para todos, entonces deben ser nuestros ojos." Ella me miró y me dijo: - "Estás aprendiendo rápidamente, pero la respuesta no es correcta porque hay muchas personas que son ciegas, y salen adelante aun sin sus ojos".  

Continué pensando ¿cuál era la solución? A través de los años, mi madre me preguntó un par de veces más, y ante mis respuestas la suya era: "No, pero estás poniéndote más inteligente con los años, pronto acertarás".  

 

Hace algunos años, mi abuelo murió. Todos estábamos dolidos. Lloramos. Incluso mi padre lloró. Recuerdo esto sobre todo porque fue la segunda vez que lo vi llorar. Mi madre me miraba cuando fue el momento de dar el adiós final al abuelo.Entonces me preguntó, - " ¿No sabes todavía cuál es la parte más importante del cuerpo, hijo?". Me asusté cuando me preguntó justo en ese momento.  

 

Yo siempre había creído que ese era un juego entre ella y yo. Pero ella vio la confusión en mi cara y me dijo, - "Esta pregunta es muy importante. Para cada respuesta que me diste en el pasado, te dije que estabas equivocado y te he dicho por qué. Pero hoy es el día en que necesitas saberlo.  

 

Ella me miraba como sólo una madre puede hacerlo, ¡Vi sus ojos! llenos de lágrimas, y la abracé. Fue entonces cuando apoyada en mí, me dijo: - "Hijo, la parte del cuerpo más importante es tu hombro". Le pregunté, "¿Es porque sostiene mi cabeza?" Y ella respondió: - "No, es porque puede sostener la cabeza de un ser amado o de un amigo cuando llora.  

 

Todos necesitamos un hombro para llorar algún día en la vida, hijo mío.  

Yo sólo espero que tengas amor y amigos, y así siempre tendrás un hombro donde llorar cuando lo necesites, como yo ahora necesito el tuyo". 

-Jorge Bucay                                BUENA LUNA 

 


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"El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir.  

 

A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. 

Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.  

Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. 

Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. 

Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. 

Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. 

Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. 

Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. 

Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". 

Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. 

Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. 

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". 

Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. 

Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. 

Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver". 

JOSÉ SARAMAGO 🇵🇹(1922 - 2010) 

Uno de los más grandes novelistas del siglo XX. Ganador del Premio Nobel en el año 1998. 

 

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 Una mujer elegante se detuvo frente a un vagabundo. Él la miró con desconfianza. –¡Vete de aquí! –gruñó el hombre. 

Pero ella se quedó de pie, sonriendo. 

–¿Tienes hambre? –le preguntó. 

–No –respondió él sarcásticamente–. Acabo de cenar con la reina. Ahora largo. 

La mujer soltó una carcajada y tomó al vagabundo del brazo. 

–¿Qué hace? ¡Suélteme! –dijo él, molesto. 

–Le estoy ayudando a levantarse –respondió ella. 

Un policía se acercó. 

–¿Todo bien, señora? –preguntó. 

– Sí oficial, solo quiero invitar a este señor a comer algo rico. 

El policía miró al hombre y luego a ella. 

–¿Segura que quiere ir a comer con el viejo Facundo? 

– Claro que sí.--- respondió la mujer emocionada. 

El hombre intentó resistirse. 

–¡No quiero ir! –protestó. 

El policía lo levantó con firmeza. 

–Vamos, viejo, esta es una buena oportunidad para ti –le susurró al oído. 

Con algo de dificultad, la mujer y el policía llevaron al hombre a la cafetería y lo sentaron en un rincón. El lugar estaba casi vacío. 

El gerente se acercó, molesto. 

–¿Qué está pasando aquí, oficial? 

-–Esta señora lo trajo aquí para que coma algo –respondió el policía. 

El gerente cruzó los brazos. 

–¡Aquí no! Tener a alguien como él aquí es malo para mi negocio. 

El viejo Facundo sonrió tímidamente. 

–Señora, le dije que no quería venir. Me voy. –dijo. 

La mujer se giró hacia el gerente y sonrió. 

–¿Conoce usted a la corporación CS y Asociados?  

–preguntó ella con una sonrisa.  

–Sí, claro –respondió el gerente–. Realizan importantes eventos aquí. 

–¿Gana bien con esos eventos? –preguntó la mujer. 

–Con todo respeto, ¿qué tiene que ver eso? –contestó el gerente. 

–Soy Clara, la compañía es familiar y actualmente soy la presidenta. - Dijo ella. 

El gerente quedó paralizado. 

–Oh, perdón, no sabía.. yo... disculpe –balbuceó. 

La mujer sonrió. 

–Pensé que eso cambiaría su actitud –dijo, mirando al oficial, quien apenas aguantaba la risa. 

–¿Le gustaría almorzar con nosotros, oficial? –preguntó ella. 

–No, gracias. Estoy en servicio –respondió el oficial. 

–Entonces, ¿la especialidad de la casa para llevar? –insistió ella. 

–Sí, señora. Eso estaría bien –respondió el oficial. 

El gerente, visiblemente avergonzado, salió rápidamente a traer el pedido. 

El oficial observó y comentó: 

–Usted lo ha puesto en su lugar. 

–Esa no era mi intención –dijo ella–.pero si estoy aquí es por una buena razón. 

Se sentó frente al viejo Facundo. 

–Facundo, ¿te acuerdas de mí? –le preguntó. 

Él la miró. 

–No sé... –dijo–. Se me hace familiar. 

–Hace muchos años, cuando tú eras mesero aquí vine una vez por esa misma puerta, muerta de hambre y frío –le explicó ella. 

Al ver las lágrimas en sus ojos, el oficial se sorprendió. 

–Estaba recién graduada, sin trabajo, y casi sin dinero. Se lo comenté a Facundo, mientras disfrutaba un sanguche y un café. Y él tuvo el hermoso gesto de pagarlo con sus propinas, para ayudarme ¡Sin conocerme! 

–¿Así que se volvió importante? –preguntó el viejo Facundo. 

–Sí, con el tiempo encontré trabajo y, con esfuerzo y la ayuda de Dios, empecé mi propio negocio –respondió ella, sacando una tarjeta de su bolso–. Cuando termines aquí, quiero que vayas a ver al señor Ruíz. Estoy segura de que te conseguirá algo en la oficina. Y si lo necesitas, te daré un adelanto para que compres ropa y consigas un lugar donde quedarte. 

–¿Cómo voy a agradecerle? –preguntó Facundo, a punto de llorar. 

–No me des las gracias. A Dios dale la gloria. Él me trajo hasta ti –respondió ella. 

Antes de irse, la mujer se detuvo frente al oficial. 

–Gracias por tu ayuda, oficial –dijo. 

–Al contrario, señora –respondió él–. Gracias a usted, acabo de ver un milagro. Muchas gracias por el almuerzo. 

Hoy quiero recordarte algo simple pero poderoso: la bondad siempre deja huella. Puede que no lo veas al principio, pero lo que ofreces a los demás, tiene una forma especial de regresar. 

La mujer de la historia, recibió un pequeño gesto de Facundo, quien le compró algo de comida sin esperar nada a cambio. Ese simple acto, aunque él no lo sabía, significó mucho para ella. Y cuando ella triunfó, no olvidó lo que él hizo por ella. En la medida de lo posible, SÉ UNA BENDICIÓN PARA OTROS.  

Haz el bien sin mirar a quien. Y no dudes del impacto de tus acciones. Tantas veces escuchamos a nuestros amigos, familiares o gente que se cruza en nuestro camino, quejándose por tener un mal día, una crisis, un problema. Es muy fácil juzgar y criticar al resto, o seguir de largo, sin detenerse a pensar en las luchas que enfrenta esa persona. Y realmente no cuesta nada darle buenos ánimos. No cuesta nada decir, "No estás solo, estoy aquí si me necesitas" No cuesta nada decir "Todo mejorará, pensemos juntos en una solución" No cuesta nada, escuchar y acompañar en silencio a quien necesita nuestra compañía, con un abrazo, o con compartir una taza de café. Hay muchas formas de ayudar a nuestro prójimo. Por eso, nunca subestimes el poder de un acto de bondad. 

  

 

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"La noche que Beethoven descubrió el silencio: cuando la sordera le reveló la música del alma 

1802, Heiligenstadt 

32 años de edad.  

1 confesión desgarradora que cambiaría la historia de la música.  

Mientras escribía su Testamento de Heiligenstadt, el compositor confesó a su hermano:  

"Escucho mejor que nadie... porque la verdadera música no suena en los oídos, sino donde los sueños nacen."  

La paradoja del genio:  

Perdió los sonidos del mundo... para crear universos sonoros  

Los médicos le diagnosticaron aislamiento... mientras componía sinfonías que unirían a millones  

La sociedad lo llamó 'loco'... y él les respondió con el 'Himno a la Alegría'  

En su cuaderno de notas escribió:  

"Las limitaciones tallan el alma como el cincel a la piedra: lo que pierdes por fuera, lo ganas por dentro."  

¿No es acaso nuestra mayor debilidad el principio de nuestra fuerza? Beethoven nos enseñó que los silencios pueden ser la partitura de una revolución.  

[Fuente: 'Testamento de Heiligenstadt', Archivos de la Sociedad Beethoven]" 

 

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Este poema es tan hermoso que deja sin palabras 

Escrito por Silvia Schmitt, pensadora alemana. 

 

Y tuve que aceptar 

Que no sé nada del tiempo, 

que es un misterio para mí 

y que no comprendo la eternidad. 

Yo tuve que aceptar que mi cuerpo 

No sería inmortal que él envejecería 

y un día se acabaría. 

 

Que estamos hechos de 

recuerdos y olvidos; 

deseos, memorias, 

residuos, ruidos, 

susurros, silencios, 

días y noches, 

pequeñas historias 

y sutiles detalles. 

 

Tuve que aceptar que 

Todo es pasajero y transitorio. 

Y tuve que aceptar 

que vine al mundo 

para hacer algo por él, 

para tratar de dar 

Lo mejor de mí, para dejar 

rastros positivo de mis pasos 

antes de partir. 

 

Yo tuve que aceptar 

que mis padres 

no durarían siempre  

y que mis hijos 

poco a poco  

escogerían su camino 

y seguirían su camino sin mí. 

 

Y tuve que aceptar 

que ellos, no eran míos, como suponía 

y que la libertad de ir y venir 

es también un derecho suyo 

Yo tuve que aceptar 

que todos mis bienes 

me fueron confiados en préstamo, 

que no me pertenecían 

y que eran tan fugaces 

como fugaz era 

mi propia existencia en la Tierra 

y tuve que aceptar que 

los bienes quedarían 

para uso de otras personas 

cuando yo, ya no esté por aquí. 

 

Yo tuve que aceptar 

que barrer mi acera todos los días 

no me daba garantía 

de que era propiedad mía 

y que barrerla con tanta constancia 

sólo era una sutil ilusión de poseerla. 

 

Yo tuve que aceptar 

que lo que llamaba “mi casa” 

era sólo un techo temporal 

que un día más, un día menos 

sería el abrigo terrenal de otra familia. 

 

Y tuve que aceptar que 

mi apego a las cosas, 

sólo haría más penosa 

mi despedida y mi partida. 

Yo tuve que aceptar 

que los animales que quiero 

y los árboles que planté, 

mis flores y mis aves eran mortales. 

Ellos no me pertenecían 

Fue difícil pero tuve que aceptarlo 

 

Yo tuve que aceptar 

mis fragilidades, 

mis limitaciones y 

mi condición 

de ser mortal, 

de ser efímero 

 

Yo tuve que aceptar 

que la vida continuaría sin mí 

y cómo que al cabo de un tiempo 

me olvidarían. 

Humildemente confieso 

que tuve que librar 

muchas batallas 

para aceptarlo. 

 

Y tuve que aceptar que 

no sé nada del tiempo 

que es un misterio para mí 

Que no comprendo la eternidad 

y que nada sabemos sobre ella 

¡Tantas palabras escritas 

tanta necesidad de 

explicar, entender y 

comprender este mundo 

y la vida que en el vivimos! 

 

Pero me rendí y acepté 

lo que tenía que aceptar 

y así dejé de sufrir. 

 

Deseché mi orgullo y 

mi prepotencia y admití que, 

La naturaleza trata a todos 

de la misma manera, 

sin favoritismos. 

 

Yo tuve que desarmarme 

y abrir mis brazos para 

reconocer la vida como es 

Reconocer que 

todo es transitorio 

y que funciona 

mientras estemos 

aquí en la Tierra. 

 

¡Eso me hizo reflexionar 

y aceptar , y así alcanzar 

la paz tan soñada! 

 

Que esta reflexión llegue a lo más profundo de tu corazón y que se transforme en sabiduría, que te llene de amor y seas un ser con luz propia. 

  


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Me llamo Ricardo, tengo 71 años. Vivo en una casa pequeña a las afueras de Ávila, donde hace años corría mi hijo pequeño, Se reía, me llamaba al jardín para construir una cabaña o jugar con los cochecitos sobre la arena. 

Todo eso existió -y se esfumó. Ahora en esta casa reina el silencio. La tetera de las visitas está cubierta de polvo. El teléfono no suena durante semanas. Tengo un solo hijo -Julián. Su madre, mi esposa Leonor, falleció hace ocho años. Desde entonces, estoy solo. Y todo lo que me queda – es mi hijo. O mejor dicho, los recuerdos de él. 

Leonor y yo criamos a Julián con amor y disciplina. Yo trabajaba mucho, no siempre estaba en casa, pero siempre fui alguien en quien se podía confiar: reparaba su bicicleta, le enseñé a conducir, le di los primeros consejos sobre la vida. 

No nos abrazábamos todos los días, pero en esta casa siempre se supo: éramos una familia. 

Cuando Julián se casó, me alegré. Marta, su esposa, me pareció una mujer tranquila y educada. Se mudaron a otra parte de la ciudad. Esperaba que vinieran de vez en cuando, que me invitaran, quizás cuidar de algún nieto. Deseaba formar parte de esa nueva vida. Tener un lugar. 

Pero ese lugar nunca llegó. Al principio, algunas llamadas esporádicas: “Papá, tenemos mucho lío, este fin de semana no va a poder ser”. Después, sólo mensajes breves en las fiestas. Intenté visitarlos –una vez me planté con una tarta en la mano y me dijeron que Marta tenía migraña. Otra vez –que el niño estaba durmiendo. Luego simplemente dejaron de abrir. 

No me enfadé. Esperé. Me repetía: “Son jóvenes, tienen sus preocupaciones, ya se arreglará.” Pero pasaron los años. Ni siquiera vinieron al aniversario de la muerte de Leonor.  

Hace poco vi a Julián por la calle –llevaba a su hijo de la mano, cargaba bolsas. Me acerqué, me alegré. Y él me miró como si fuera un desconocido. Me preguntó amablemente: “¿Papá, estás bien?” -y me dijo que tenía prisa. No me propuso vernos. No me ofreción nada. 

Volví a casa caminando, despacio. Pensaba: ¿cómo llegamos a esto? ¿Acaso hice algo mal? ¿O en algún momento me convertí simplemente en una molestia – con mis charlas, mis costumbres, mi soledad? 

No busco lástima. No estoy enfadado. Solo he asumido que mi hijo ha construido su propia vida. Y en esa vida no hay sitio para mí. 

Ahora yo soy mi propia familia. Por las mañanas preparo té y leo cartas antiguas. Los fines de semana voy al mercado, a veces me siento en un banco del parque a ver correr a los niños. A veces me saluda alguna vecina. A veces sonrío. 

No he dejado de amar a mi hijo. Solo he dejado de esperar. Y quizás eso sea madurar de verdad –pero esta vez, del lado del padre. 

No escribo esto con amargura, sino porque a veces me pregunto: ¿Hice lo correcto? ¿Dejé suficiente espacio para que él pudiera volver si algún día lo desea? 

Me gustaría saber... ¿ustedes también sienten eso a veces? Que amar, a veces, también es dejar ir. 

Tal vez solo estoy buscando un consejo. O una seña de que, incluso en silencio todavía sigo siendo padre de la única forma que sé. 


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La vida nos regala gente que cruza nuestros caminos y deja huellas que jamás se borrarán. Algunas personas permanecen por siempre cerca y otros entran y salen como si fuese una escena de un capítulo apasionante del mejor libro. 

 

Nos dan su tiempo, sus secretos más guardados, sus consejos, sus risas, sus abrazos. Comparten tiempo con nosotros que tal vez en el momento no valoramos pero al separarnos, por cualquier circunstancia, nos hace doler la panza, soplar la nariz y secar las lágrimas agradeciendo lo vivido y disfrutado. 

 

Aprendemos de cada persona una historia, mil cuentos, aprendemos a leer miradas, adivinar humores, entender dolores físicos y de corazones y contener tristezas que aparecen y se van con un poco de charla y risas. 

 

Son ángeles disfrazados que bajan del cielo para enseñarnos algo, que la vida es linda, que es mejor ser bueno y sincero que adulador trepando e intentando contentar a todos pero sin un corazón abierto. Que no hay nada mas lindo y sano que confiar en un hombro amigo para llorar o festejar. 

 

Son almas bien dispuestas, aunque el tiempo pase y la distancia se imponga, con manos y oídos abiertos para escuchar y con corazón inquieto que quiere mimos y que también espera de uno, una buena escucha y tener alguien con quién mirándonos a los ojos podamos hablar. 

 

Gente linda que la vida nos da, nos quita, vienen, se van… pero que dejan palabras, sonrisas, y tanto más en cada uno que con solo cerrar los ojos y pensarlos los podemos recordar sonriendo por esos cuentos que supimos disfrutar. 

 

Agradecemos su paso por nuestra vida y que la misma vida nos vuelva mil veces a encontrar... 









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